La
mayor parte de mi vida de estudiante sentí que aquello no era para mí: sentarme
varias horas al día en mesas colectivas, individuales e incluso la mesa de la
profesora (porque me aburría soberanamente y me dedicaba a distraer a mis
compañeras rompiendo la disciplina y las olas de sabiduría que esta compartía
con mis condiscípulas) me parecía algo absurdo. Pero a pesar de ello siempre me
mostraba dispuesta a dar una nueva oportunidad a mi profesora y al sistema
académico.
Estudiaba
meticulosamente el paso de las estaciones a través de las ventanas del aula y
volaba lejos en pos de mundos maravillosos. Mundos adultos. Porque en mi
bendita ingenuidad infantil pensaba que los adultos llevaban una vida más apasionante
y útil que la mía (con el tiempo he comprobado que no es así, pero ya es
tarde).
Esperaba
impaciente la llegada de mis amigas las golondrinas y mis amigos los vencejos
que anunciaban con sus grititos agudos que el verano estaba cerca. Y no es que
en verano me librase de la disciplina. No. Cada año me enfrentaba a los
simpáticos libros de actividades que las profesoras aconsejaban o pasado el
tiempo a empollar como una desesperada los temarios veraniegos que en teoría me
permitirían aprobar en septiembre la materia suspendida en junio.
Septiembre.
Palabra maldita. Porque si suspendías para septiembre eras la vergüenza familiar.
Eras la oveja díscola y extraña para el grupo. Seguramente habías llegado a ese
punto de recuperar en septiembre porque no te habías esforzado, porque no
habías puesto empeño o en opinión de algunos miembros de la familia (incluido
el primo repelente avalado con matriculas de honor y diplomas de buena
conducta) porque “te había dado la gana”. En mi caso en dos años consecutivos,
confieso que incluso me quedó pendiente para septiembre la gimnasia. Lo se. Es
muy triste. Pero es que a mi lo de ejercitar el corpore por muy sano que fuese me superaba.
Prefería
ejercitar la mens, aunque luego
sobre el papel mis notas fuesen un claro ejemplo de fracaso escolar. Mi título
de Bachillerato Unificado Polivalente, empieza en un año determinado y se da
por concluido y aprobado finalmente siete años después. No me extenderé en
describir este lamentable proceso. Solo diré que cursé 3 veces 3º de BUP y 2
veces COU.
Cada año se repetía el mismo proceso y el
resultado era el mismo. Pero lo que más me desconcertaba era la cantidad ingente
de datos que diariamente embutían mis profesores en mi mente. Datos que me
parecían a todas luces inútiles. Datos que se me cruzaban como en una sopa de letras
hasta perder el sentido. Conceptos que no comprendía. Y la respuesta de los
mayores de la tribu era siempre la misma. Que el día menos esperado esos datos
me resultarían totalmente útiles. Pues mira que bien.
A
estas alturas de mi vida, comprendo por fin todo este proceso, me da penita la
niña que se esforzaba por retener conceptos sin lograrlo y agradezco a casi
todos los profesores y todas las profesoras que me han enseñado a lo largo de
mi vida diferentes materias. Resulta muy útil a la hora de pegarle la paliza al
repelente coleccionista de diplomas y matriculas de honor jugando al Trivial.
Que descanso por fin.
Pero
es ahora en estos tiempos locos y desesperados cuando recuerdo cada vez más
algo que me enseñaron en COU. La diferencia entre Historia e intrahistoria.
El
filosofo (entre otras cosas) Miguel de Unamuno (que en julio de 1936 se acercó tanto
al Lado Oscuro que cuando quiso reaccionar acabó como un héroe griego condenado
por aquellos a los que había apoyado y ensalzado a arresto domiciliario) antes
de mirar tanto al abismo que el abismo se adueñó de su alma trajo a la
Península las teorías de otro filosofo del Norte de Europa.
Unamuno parió una teoría fascinante y
actualmente vigente. La intrahistoria.
Pero
iré por partes. La mayoría de los que manejan a su antojo la vida del pueblo
llano se muere por ver que su nombre aparecerá en letras de molde en las
páginas más brillantes de la Historia sin importarles que para ello los que les
mantienen en sus cargos con sueldos públicos escandalosos, fenezcan en el
intento. Son como ganaderos que exprimen a sus vacas (nosotros) sin tener la
cortesía tan solo de calentarse las manos antes de tocar sus ubres para el
ordeño.
Buena
muestra es la crisis actual en que nos hayamos inmersos. Una crisis que también
hay que decir que responde a esos ciclos malsanos que los humanos repetimos
hasta que llega la próxima caída en picado.
Los
que la han provocado no pasarán precisamente por ser grandes administradores y
estadistas. Sino todo lo contrario. Por ser unos egoístas descomunales que han
devorado a su paso todo lo que los demás han construido con tanto esfuerzo.
Lo que olvidan es que si matan a las vacas
de hambre llegará un día que las vacas no darán más leche y morirán exhaustas y
que de paso ellos también morirán y sus nombres serán escupidos más que
pronunciados o alabados.
Por
eso me encanta ser parte de la mayoría que teje cada día de forma milagrosa la
Intrahistoria. La historia que no se lee, que parece que nadie recordará. La
gente. Formo parte de un grupo vivo, vibrante y maravilloso. El pueblo llano.
Los
y las que sufren, padecen, ríen, aman, trabajan, crecen, maduran, sueñan…el
pueblo llano. Nacemos sin pretensiones. Luchamos y crecemos con la esperanza
diaria de hacer las cosas bien, de no fastidiar a los demás. Con la certeza de
que nuestro sueño será reparador porque cada noche antes de cerrar los ojos al
hacer balance de lo vivido, hecho y trabajado hemos estado a la altura. A
nuestra altura. Que es mucha.
Tal
vez nuestros nombres no aparezcan en las enciclopedias. Tal vez cuando no ya no
estemos, cuando nuestros cuerpos no hagan sombra, cuando nuestra voz ya no
produzca eco, nadie nos recuerde. Pero no importa. Porque la suma de nuestros
logros, cada fibra que tejemos para crear de forma inconsciente (y ese es el
milagro que no tenemos idea de lo valiosos y maravillosos que somos) la
intrahistoria, es lo que al fin y al cabo hace posible que algunos y algunas mediocres
con pretensiones logren que sus nombres sean recordados.
Aunque
tal y como esta el patio más les valdría rezar con dedicación para que sus
nombres sean olvidados. Porque ellos y ellas han creado y alimentado la
pesadilla actual.
Para nosotros los de la intrahistoria lo
mejor es que siempre tendremos el sueño de los justos. Y eso no tiene precio.
Blanca Fernández
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