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sábado, 23 de junio de 2012

TEATRO,VIDA,PASIÓN (DEDICADO A UNA GRAN MUJER TERESA NETTO,QUE AMA EL TEATRO MÁS QUE LA VIDA)


Me acabo de enterar de que el reloj vital del gran actor Juan Luis Galiardo, se ha parado definitivamente hoy, cuando sus manecillas marcaban 72 años.

Muchos le recordarán por el personaje que interpretó y creó en la serie Turno de Oficio de El Chepa un abogado de oficio maravilloso y de gran fondo pero reconvertido en cínico después de haber visto mucho y que tomaba bajo sus alas poderosas a un joven colega, interpretado por un joven Juan Echanove al que el primer día de guardia le pilla en medio de una borrachera grandiosa que el personaje califica de “pedete lucido”.

Para muchos Juan Luis Galiardo siempre será el galán por excelencia porque desde que debutó en 1961 lo fue en muchas ocasiones.

Pero se alejó de este perfil cruzando el Atlántico y creciendo profesional y personalmente como tantos otros hicieron en Méjico. Luego tras cosechar éxitos, premios, reconocimiento y madurez profesional regresó y diversificó su trabajo, pero a pesar de participar en cintas interesantes y en series de televisión no abandonó el teatro.

El 27 de septiembre de 2000 presentó ante la prensa el tramo final de una gira que le había llevado por toda España con la obra Las últimas Lunas.

La obra es original del dramaturgo italiano Furio Bordon y con ella otro grande Marcelo Mastroianni interpretó el último papel de su vida.

Decía Galiardo en aquella presentación que el texto, adaptado por otro grande Rafael Azcona, llegaba a Barcelona con un aire distinto. El humor bajaba de intensidad y daba paso al patetismo. Por ello prometía que el público barcelonés vería muchos guiños que no se apreciaban en el resto de España.

Galiardo llegaba con un objetivo claro. Venía a por todas. Quería que su futuro como actor fuese refrendado ya que el texto no necesitaba análisis pero él si y pedía que se le diese nota.

El director José Luis García Sánchez por su parte afirmaba que los actores no deben someterse nunca al dictamen del público el texto que se quiere hacer porque corrían el riego de empobrecerlo.

A Galiardo que daba vida a un viejo profesor de literatura antes de que su hijo le dejase en una residencia de ancianos le acompañaban Jordi Soler (el hijo) y María Elías, que interpretaba a la mujer del viejo profesor, ya muerta y con la que este creía mantener conversaciones. Las últimas Lunas nos contaba también la vida del anciano en el centro tras su ingreso.

Una amiga muy querida Marina Sánchez me invitó a asistir a la última representación de aquella obra. Ambas éramos admiradoras confesas de Juan Luis Galiardo, no solo por su físico imponente y su atractivo innegable sino por su talento actoral.

En el transcurso de la representación nuestras expectativas se vieron ampliamente satisfechas. El texto era brillante, la adaptación excelente y el trío interpretativo magnífico.

Pero la sorpresa llegó cuando el telón cayó por última vez. Cuando sonaron los aplausos la sala se vino abajo. Era el homenaje merecido a un gran trabajo. Como es costumbre los actores reaparecieron para saludar y agradecer al público su atención y su afecto.

Y Galiardo nos pidió silencio. Algo inaudito. Y nos habló. Dijo que siempre se había dicho que el público de Barcelona era exigente y que le constaba que tenía buen criterio. Habló de su experiencia en aquel teatro y en nuestra ciudad, de la gira, de toda España. Y nos aplaudió. El actor aplaudió a su publico y nosotros le respondimos más enfervorizados que antes.

No se trataba del pago que todo actor espera del público por mucho que el director de la obra hubiese dicho lo contrario en la rueda de prensa.

No se trataba del gesto mecánico que en ocasiones realizamos nos haya gustado o no la obra y obedece a la intención de no herir los sentimientos de alguien tan vulnerable y maravilloso como es un actor.

Se trataba de una autentica comunión entre el escenario y la platea, una onda expansiva de reconocimiento de talentos y sensibilidades.

No recuerdo algo tan maravilloso desde que en cierta ocasión la obra a la que asistía como parte del público finalizó con una oleada de respeto por el director, el gran Adolfo Marsillach. Carlos Hipólito (le recordaran por ser la voz narrativa de la serie Cuéntame) anunció que aquella era la retirada definitiva de Marsillach del mundo de Talía y pidió al maestro que saliera al escenario.

El público se entregó, se fundió con los actores y el equipo para rendir homenaje al gran Marsillach.

Confieso que desde que Juan Luis Galiardo pasó por Barcelona he vuelto al teatro en contadas ocasiones, especialmente para disfrutar de espectáculos de danza o musicales o comedias.

Se que si asisto a espectáculos de este genero teatral, humor, comedia o danza evito terrenos peligrosos.

No quiero que nadie se ofenda, no quiero que nadie me diga que no se lo que se sufre al montar un espectáculo, al intentar levantar al público de sus asientos, al marcar la diferencia dia tras día. No quiero que nadie me diga lo que significa actuar, el sacrificio personal y económico que representa. No por favor.

Lo que sucede que en mi infinita humildad como espectadora me niego a escuchar voces que no afinan, textos que no resultan naturales. Me niego a contemplar una sucesión de golpes y zapatazos, de cierre y apertura de puertas de decorado. Me niego. Me siento fatal.

Durante años en mi familia existió una tradición sagrada. Asistir al estreno que ofrecía puntualmente un gran actor español, retirado actualmente debido a los problemas de salud que le ha provocado un aparatoso accidente.

Es tan grande su talento, llenaba sin decir nada un escenario. Hasta que en cierto momento se asoció a otro artista, del que mis alumnos conocen sobradamente que si le nombran en clase me produce una crispación infinita.

No diré el nombre. Porque en todo caso se trata de una opinión personal e intransferible. No se trata de convertir estas líneas en un pulpito desde el que arrojar azufre y llamas.

Recapitulando, durante dos obras consecutivas el dúo me pareció aceptable. Especialmente porque el actor veterano seguía en plena forma y el artista en cuestión le asistía en escena de forma decente.

Pero cuando llegó la tercera propuesta teatral, ahí si que no pude resistir el tema. Fui incapaz de aplaudir al acabar la obra, así que no les cuento en los entreactos.

Salí del teatro renegando de forma poco constructiva.

Después Juan Luis Galiardo me reconcilió con el teatro pero por unas horas. Se lo agradezco.

Para mi el teatro es oficio duro y puro. Es pasión, es vísceras  y entrega. El teatro es la vida ni más ni menos. No es un texto que no me cuente nada y que además sea desgranado de forma afectada y poco natural de forma que lo único que quieres es salir corriendo y rematar al personaje para que no sufra más.

Par mi teatro es Vicente Aleixandre, Natalia Dicenta, Lola Herrera, José Bódalo, Alberto Closas padre, María Luisa Ponte, Agustín González, Fernando Fernán Gómez, Jesús Puente, Emilio Gutiérrez Caba, Irene Gutiérrez Caba, José María Rodero, Elvira Quintillá, Fernando Guillen, Gemma Cuervo, Emma Penella, Lola Gaos, Juanjo Menendez, Manolo Gomez Bur, Jaime Blanch, Josep María Flotats, Josep María Pou, Emma Vilarasau, Paco Moran, Pepe Rubianes…tantos nombres excepcionales que se quedan atascados en el teclado y que me traen recuerdos maravillosos de aquellos años en los que asistir a una representación era como asistir a algo sagrado, a una liturgia que no es de este mundo mortal.

Dijo un gran actor de este país que quien no hace teatro alguna vez o de vez en cuando en lo que se refiere a la interpretación camina cojeando.

Y tenía muchísima razón.

Porque la clave está en la interpretación. Nada más y nada menos. El autor o la autora, escriben sobre lo que les preocupa o lo que conmueve. Y los actores y actrices interpretan para el público los signos gráficos, que combinados se convierten en palabras y a su vez en frases y que encierran emociones y sentimientos.

Pero por encima de todo el teatro es la voz. Una voz que te conmueva y te eleve que te haga soñar, sufrir, amar, olvidar que estás sentada en un asiento y que se convierta en la guía perfecta para moverte entre los hilos que movidos magistralmente se conviertan en un tapiz milagroso que te permita conocer que sucede en cada episodio de esa batalla de Hastings tan particular.

Pero actualmente nadie cuida la voz ni el oficio.

Algunas luminarias surgen de la pequeña pantalla y creen que con eso es suficiente. Una de ellas hace no muchos años confesó que había descubierto que debía trabajar un tiempo en el teatro para mejorar profesionalmente.

En otra ocasión, tampoco hace tanto, leía asombrada que el protagonista de cierta obra de Tennessee Williams no había considerado necesario visionar la creación que había realizado el gran Marlon Brando sobre el personaje que interpretaría en el escenario. Me temí lo peor. Y no me equivoqué porque las críticas fueron demoledoras. El personaje en cuestión es un animal apasionado, de voz atronadora y al parecer el joven que nunca había visto a Brando en la cinta mencionada y que tampoco consideraba necesario hacerlo, no proyectaba la voz más allá de la tercera fila.

Cada año cuando el curso empieza les comento a mis alumnos que deben distinguir entre actores-actrices y el otro grupo los artistas.

De nada me sirve que alguien a quien todavía no se porque el público le aclama fervoroso, construya sus personajes con una caracterización perfecta a través del maquillaje y el vestuario y sin embargo su voz suene en cada ocasión igual que la anterior, nasal y chillona.

Tengo todavía muy presente la ductilidad de que hace gala Gary Oldman en la versión de Francis Ford Coppola del Drácula de Brahm Stoker. Y no me refiero solo al maquillaje o el vestuario. Me refiero a la variedad de registros de voz con los que marca las transformaciones del personaje.

Hace algunos meses se estrenó la cinta La mujer de negro. Era el paso siguiente del protagonista de la saga de Harry Potter, Daniel Radcliffe en su carrera profesional. Mi comentario únicamente fue que si resultaba la mitad de interesante que la creación del gran Emilio Gutiérrez Caba y de Jorge de Juan, Radcliffe habría logrado su objetivo.

Varios años atrás se estrenó en Barcelona una obra aclamada por el público y la crítica, que posteriormente fue adaptada al cine. Durante meses escuché elogios encendidos del texto y el trabajo actoral.

Fue en ese tiempo cuando un compañero alumbró la idea de adaptar el texto en forma de radioteatro. El proyecto nunca se materializó. Recuerdo que me pidieron que diese vida al personaje femenino principal. Y recuerdo también para mi vergüenza que pasé la mayor parte de los ensayos enredando a los compañeros, y lanzado bolitas de papel. No me había aburrido tanto en años.

Así que de alguna forma aunque nunca haya visto la representación, empecé a respetar un poco más el trabajo de aquellos que la protagonizaban. Si eran capaces de que el público entendiese una sola línea del texto y además al salir se mostrase satisfecho y entregado, entonces se trataba de un grupo de profesionales mayúsculos. Porque defender semejante tueste requería tablas y oficio. Y mucho.

Siempre intento, aunque en los últimos años no he logrado mis objetivos, que mis alumnos interpreten pasajes de Cirano de Bergerac, Hamlet o puestos a complicar las cosas La Venganza de Don Mendo.

Esta última obra es una composición en verso, que resulta instructiva y divertida al mismo tiempo.

La Venganza de Don Mendo ha sido elevada a la categoría de clásico imprescindible gracias a Fernando Fernán Gomez y Manolo Gomez Bur. Es una buena muestra de lo que significa el trabajo de voz.

Porque todos creemos que interpretar poesía es sencillo. Y no lo es. Busquen el documento en el que Pablo Neruda destroza sus maravillosos sonetos. Y lo digo con total respeto. El maestro era un gran poeta, grande e insustituible. Pero como rapsoda desde luego no fue dotado por la madre naturaleza de un talento excepcional.

Espero no haber ofendido, ni haber despertado la ira en nadie.

Simplemente se trata de la opinión humilde de una espectadora que creció con aquellas grandiosas propuestas teatrales en formato televisivo llamadas Estudio 1. Eso fue antes de que los culebrones imposibles llegaran a estas latitudes, antes de que los jóvenes talentos pensaran que por dar vida a una heroína descafeinada o un héroe atormentado en la pequeña pantalla era suficiente.

No es cierto. El teatro es mucho más que todo eso. El teatro es la vida vista desde una perspectiva analítica y cercana. El teatro es el espejo roto de la existencia de los mortales, reconstruido a pedacitos.

El teatro es la pasión de los mortales alentada por los dioses.

El teatro es el corazón y la voz.

Imaginaos por un instante el milagro del teatro griego y romano. No existían micrófonos, ni altavoces que llevasen el sonido de las escenas al último punto del teatro.

Pero si existía una técnica magistral de construcción que dotaba al escenario de sonoridad y una técnica actoral, que permitía al público que siguiese atento cada evolución de los personajes. En la época del maestro Shakespeare tampoco existía técnica alguna que permitiese escuchar a Romeo enamorar a Julieta a distancia y sin embargo el público vibraba con las aventuras de los personajes.

Ah y quien crea que no tengo experiencia en este ámbito se equivoca. Intenté acceder a los cursos de una institución tan prestigiosa como L'Institut del Teatre de Barcelona. Pero el tribunal consideró que mi pronunciación de la lengua de Ramón Llull no estaba a la altura de las circunstancias y eso que entre los miembros del tribunal se encontraba una profesora que había impartido un curso de voz aquel verano y que me había animado a presentarme al examen de ingreso de la institución. 

Tal vez tenían razón porque los barceloneses hablamos fatal esta lengua tan nuestra y especial. Mi respuesta fue contundente: yo esperaba acceder a los cursos de interpretación, pero si además debía aprender dicción y pronunciación no tenía inconveniente pero no me parecía justo que se me rechazará de plano por algo que en realidad tenía solución.

Al abandonar la sala en la que los candidatos a formar parte de tan prestigiosa institución sabía de antemano que no sería admitida. Y así fue. Como tampoco fue admitido un joven que llegaba avalado por la mismisima Marta Graham, que recomendaba que se le arropara y apoyara puesto que su talento era excepcional. Como él tampoco tenía rancio abolengo, se quedó compuesto y sin plaza de estudiante.

Aquel hecho no obstante fue providencial. Me disponía a abandonar el edificio cuando encontré en un pasillo a la gran Mercè Lleixà, una actriz que nos dejó hace un tiempo, en plena juventud y madurez interpretativa. Estaba acompañada de Helena Munné, hermana de otro grande Jordi Munné a ambas las conocía a través de una amiga común.

Al verme llorosa y desencajada me interrogaron sobre el origen de mis penas, y sin dudarlo me aconsejaron que provase suerte en una institución menos conocida, en aquel momento, pero en la que sin duda me enseñarían los rudimentos del oficio. L'Escola del Teatre.

Y tenían razón. Durante todo un verano descubrí la magia del teatro gracias a la severidad, la austeridad y el talento de un gran director. Boris Rotenstein. Que gran maestro, que gran ser humano. Gracias Boris, gracias infinitas.

L'Escola del Teatre entoncés estaba instalada en un local cutre, pequeño y escondido en una callejuela del casco antiguo de Barcelona. Ahora afortunadamente no solo ha abierto sus alas y se ha trasladado a otro lugar mitico, la montaña de Montjuich sino que sus instalaciones han crecido.

Cada año tienen el detalle de enviarme información sobre el programa de estudios del siguiente curso y cada año espero que el milagro se obre y volver a ser alumna suya. Pero por el momento no es posible.

Con los años la vida me llevó a convertirme en actriz de voz para la radio y más tarde me aventuré a explorar otros campos.

Pero inicié una carrerita que no llegó más allá del primer salto por cuestiones personales.

Tal vez no fue brillante, ni apareció en los carteles más selectos pero les aseguro que algo se de tener al publico ante ti, de sentir dolor de estomago y de memorizar un texto que tu misma has escrito y decirlo, compartirlo, actuarlo.
Pero no he venido a hablar de mí sino de un grande que se ha ido esta noche y que deja atrás un sabor maravilloso entre aquellos que pudimos asistir al milagro de su arte. Juan Luis Galiardo. Grande, inmenso, insustituible.




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